Hola a tod@s,
La soledad del frijol ha
empezado su andadura por los, a veces áridos y a veces selváticos, caminos de
la literatura. Se ha estrenado participando en un premio literario que, ya os
avanzo, no ha ganado, aunque a mí, como escritor, me ha servido de mucho. Para
que la experiencia no quedase en nada, dado que los originales que recibe cualquier
premio literario acaban siendo destruidos, he escrito un artículo; un breve paseo
por situaciones, sentimientos y reflexiones que la experiencia me ha ofrecido.
Os lo dejo al final de la página, ya que antes os quiero contar un par de cosas
más:
La primera es que para todos aquellos que tengáis Instagram,
desde hace ya algún tiempo tengo una cuenta en la que compagino fotografías con
textos literarios. Me podéis encontrar con el nombre de Sisifo4.0. Os invito a tod@s a seguirme.
La segunda es que, en breve, empezará el curso de
Escritura Creativa que impartiremos Oscar (librero de Jojos Libros) y yo mismo.
Consta de 8 clases, los jueves de 19h a 20’30h en el Casal de la Prosperitat
(Nou Barris). La inscripción cuesta solo 30€. Si conocéis a personas que les
pueda interesar, aquí os dejo el teléfono de contacto: 93 353 8644.
Gràcies!
Y nada más. Dir-vos que, per raons vinculades
únicament a què la meva darrera novel·la està escrita en castellà, aquest blog,
si més no mentre estigui dedicat al seguiment de La
soledad del frijol, l’escriuré en castellano.
Aquí os dejo el artículo. ¡Besos! Petons!
El fallo
El día 24 de enero se celebró en Madrid el fallo del
XXIII Premio Alfaguara de novela. Aun siendo escritor, es muy probable que esta
cita hubiera pasado desapercibida para mí de no ser por un detalle
determinante: yo presenté un manuscrito a ese concurso. Y no era un manuscrito
cualquiera, era el primero que presentaba a un premio literario. Mi novela, por
tanto, contaba entre uno de esos 602 manuscritos que recibieron las distintas
sedes que la editorial Alfaguara tiene en España y varios países
latinoamericanos. Como suele decirse en estos casos: tenía mucho que ganar y
poco o nada que perder, así pues, ¿por qué no el Alfaguara?
Era mi primera novela escrita en lengua castellana y la
tercera desde que hace algo más de siete años me propuse dejar de ser solo
escritor vocacional y convertirme en escritor. Ganar, me hubiera parecido, si
cabe, injusto, pero, al fin y al cabo, el premio juzga la calidad y virtudes de
una novela, de la historia que cuenta, y no la trayectoria de su autor. Y ese
fue el principal argumento que hizo permanecer en mi interior —desde el mismo día
en que entregué el manuscrito a la editorial— la llama de la esperanza. Creía y
creo en mi novela. Creo en esa historia que, desde que la terminé, percibí como
un diálogo entre la soledad y la esperanza. Sí, precisamente, la esperanza.
La mantuve encendida hasta dos horas antes de que se
fallara el premio. Esa mañana me afeité y me planché una camisa. Me vestí y luego
dejé pasar la mañana, atareado en mis cosas. Cuando, a las trece treinta,
encendí el fogón de la encimera para empezar a preparar la comida, la llama de
mi esperanza se apagó. Curiosamente, no fue una sensación angustiosa, ni
dolorosa, ni siquiera desagradable. Sin embargo, si pensé en Juan, y en Héctor,
y en Bea, y, por supuesto, en Ciro. Les aplaudí. Su descarnada historia sigue
estremeciéndome cada vez que pienso en ella.
Por cierto, quizá deba aclarar que, a la una y media, faltaban
exactamente dos horas para que se proclamase el fallo del XXIII Premio
Alfaguara de novela. Mi condición de primerizo en estos eventos me había
arrastrado a buscar, fisgar y rastrear, para finalmente consumir, un montón de
videos, entrevistas y artículos de certámenes anteriores. Así pues, sabía que los
dos últimos premiados habían conocido su condición de ganadores dos horas antes
del fallo. Se lo había oído decir a ellos mismos durante la
entrevista que realizan al ganador tras la lectura del fallo.
Curiosamente, desde un primer momento, este hecho
concreto, es decir: cómo y cuándo se entera el ganador de que ha ganado, fue mi
principal motivo de angustia. En mi imaginario interior de lo que debía ser la
entrega de un premio literario siempre aparecía el discurso de agradecimiento
del ganador. Recuerdo ahora la multitud de discursos que mi yo vanidoso —jamás
mi yo escritor— ha formulado en sus delirantes soledades. No, no se invita al
almuerzo previo a la proclamación del fallo a todos los escritores que han
presentado una obra a concurso ese año. Sencillamente se abre la plica, se lee
el nombre del autor y se le llama por teléfono; dos horas antes de celebrarse
el fallo. Hace dos años, a Volpi (es mexicano y vive en Puebla) se le
entrevistó por videoconferencia, el año pasado, Pron (es argentino y vive en
Madrid) fue entrevistado en el mismo estrado donde minutos antes el presidente
del jurado, Juan José Millás, acababa de desvelar el nombre del ganador; lo que
ya se me escapa es si comió con los invitados al almuerzo o si acudió al lugar
tras haberle sido comunicada la noticia por teléfono; dos horas antes.
Había leído repetidas veces las bases del premio. Del formato
original del manuscrito solo tuve que modificar el interlineado a doble
espacio. Luego fui a la papelería más próxima a que lo encuadernaran; no quedé
muy satisfecho de su aspecto final, pero manipulé las páginas repetidas veces y
comprobé que su uso era manejable. Y, al fin, llegué al momento de elaborar la
plica. El pseudónimo que escogí fue el primero que se me pasó por la cabeza:
«Escribe y no llores». La desgarradora voz de Chavela cantando Cielito lindo
acudió de inmediato a mi mente para guardar la verdadera identidad, no
tanto de su autor, sino de la obra, dado que esta fue gestada y transcurre casi
en su totalidad en tierras mexicanas. Escogí un sobre naranja, el color
preferido de mi hija, para meter el contenido de toda la información que hace
falta detallar en una plica y concluí de ese modo el arduo trabajo que supone
presentar una obra a un premio literario.
Viviendo en Barcelona, me pareció oportuno investigar la
posibilidad de entregar en mano mi manuscrito en la sede que Penguin Random
House Grupo Editorial tiene en esta ciudad, dado que la Editorial Alfaguara
forma parte de él. Mi llamada fue transferida a la recepción de la Editorial
Alfaguara, en Madrid, dónde una persona muy amable me comunicó que podía
hacerles llegar mi manuscrito a través de la valija interna que diariamente se envían
de una editorial a la otra. No recuerdo exactamente el día que fui a entregar
el sobre, pero debían faltar alrededor de quince días para que terminara el
plazo (1 de noviembre). La persona que atendía la recepción me indicó como
llegar hasta un pequeño habitáculo repleto de estanterías llenas de sobres y
cajas. En su interior había dos hombres; a uno no llegué a verle la cara,
estaba sentado de espaldas a la puerta hablando por teléfono. El otro, el que
me atendió, era un hombre bajo que poseía un parecido asombroso con un actor
español cuyo nombre ignoro por completo; un actor de comedias. Comentó que
hasta el momento nadie había entregado allí ningún manuscrito dirigido al
Premio Alfaguara de novela. No me extrañó. En el último momento, creí oportuno
escribir en el sobre, a modo de remitente, mi pseudónimo y el título de la
obra. El hombre dijo que le gustaba el pseudónimo. Al día siguiente, cuando
llamé a la editorial para cerciorarme de que les había llegado el sobre, la
misma persona que me atendió días atrás me dijo que en la valija habían llegado
dos sobres dirigidos al premio literario. Eso sí me causó extrañeza.
Fue entonces, cuando el manuscrito de mi novela ya había
llegado a su destino, cuando me acecharon un montón de dudas. ¿Quién leería mi
novela? Dicha persona, ¿la leería entera? o, tras leer las veinte primeras
páginas, si la consideraba una historia poco interesante, desecharía el
manuscrito sin terminar de leerlo. Sabiendo que el año pasado la editorial
recibió algo más de setecientos manuscritos, ¿Qué criterios objetivos seguían
los diversos lectores encargados de cribar entre todas las novelas recibidas,
para escoger las seis o siete que al fin llegan al jurado? Siendo evidente que
no todos los manuscritos pasan por el mismo filtro, ¿no se estaría
invitando a la suerte a participar de una tarea de la que debería quedar
exenta? ¿Detectarían en mi manuscrito algún fallo formal por el cual este
quedase excluido y por tanto nadie lo leería?
Todas estas dudas angustiosas podría haberlas resuelto a
través de una breve charla con los diversos escritores que conozco. De hecho,
estuve a punto de escribirle un correo electrónico a C R, pero en el último
momento me eché atrás persuadido únicamente por una cuestión de juego limpio.
Las bases de cualquier premio literario dejan bien claro hasta dónde se puede
llegar. Otra cosa es lo que realmente sucede. No es ingenuidad lo mío. ¿Acaso
una editorial como Alfaguara correría el riesgo de abrir una plica cuyo
interior escondiera el nombre de un desconocido? El
mundo en el que vivimos es un caos que unos ven más armónico que otros. Lo más
importante es no dejar que nada te haga olvidar quién eres. Para mí, presentar
mi novela a un premio literario suponía vivir una experiencia que debía
aportarme sensaciones nuevas, ilusionantes o no, con las que enriquecer mi
condición de escritor. Lo que fuera más allá de eso no me interesaba.
Recibí como una buena premonición que el presidente del
jurado de este año fuera un escritor mexicano: Juan Villoro. Mi afán por los detalles
acrecentó si cabe esta sensación al darme cuenta de que su nombre de pila era
el mismo que el del personaje protagonista de mi novela. Lo que no me pasó por
la cabeza en ese momento es que a la postre el premio fuera a recalar en un compatriota
suyo.
El día del fallo, el 24 de enero, mi pareja vino a comer
a casa para estar a mi lado en el momento en que revelaran el nombre del
ganador. Cuando entró en casa me abrazó como si en realidad sus brazos
quisieran abrazar mi alma. Luego nos contamos como habíamos vivido ambos la
mañana. A las tres y media en punto conectamos con la web que transmitía en
directo el fallo de XXIII Premio Alfaguara de novela. Villoro leyó el nombre
del ganador: Guillermo Arriaga. Para mí, más conocido por sus guiones cinematográficos
(soy un gran aficionado al cine) que no por sus novelas, que, de hecho, son
cuatro. ¡Felicidades Guillermo!
Concluyo, tras la experiencia que me ha proporcionado
participar en un premio literario, que lo más desolador es no tener ni idea de
lo que ha sucedido con mi manuscrito: quién lo ha leído; si, quien lo haya
leído, lo ha leído hasta el final; si, por ventura, fue uno de los siete
finalistas o, por el contrario, un fallo lo descartara desde el principio de
ser leído. Es frecuente oír decir a un escritor que los libros que hemos
escrito son como nuestros hijos. Pues bien, es más o menos esto lo que siento,
como si mi hijo se hubiera marchado a vivir una experiencia única y tras su
regreso no me contara nada de cuanto le ha sucedido o sentido.
Después de la esperanza, la soledad. Sí, eso es, ¿recuerdan?, precisamente la soledad. La soledad del frijol.